viernes, 7 de septiembre de 2007

siete de septiembre

¿Y qué has visto Concha en Senegal?

Yo no les digo que he visto cada mañana desde mi terraza al despertar, a Gora, mi jardinero fiel, con su túnica color cielo mediterráneo, regar las plantas del huerto arenoso, con su cubitos negros y troncos atravesados de lado a lado. Tampoco les digo que una mañana- enfebrecida por la calentura que acompañaba a mi cuerpo mientras éste intentaba adaptar (no luchaba) a los nuevos inquilinos africanos-, su visión estuvo dotada de una hiperrealidad que rayaba en fantasía. Y tampoco les diré que era tan relajante que quise que no terminara jamás ese ir y venir hasta el lugar donde hundía los cubos para volverlos a llenar. ¡Qué magia encontrar en el devenir de otro el escenario perfecto para los ojos¡. Luego (yo ya lo sabía) elegiría la manguera para acabar de regarlo todo, lo que no llegué nunca a saber es el por qué de ese cambio, pero hay tantas cosas que no entenderé nunca que intento no imaginarme posibles razones, sólo lo intento, bien, sin duda tenía una explicación.
Cuando Gora y yo intercambiábamos palabras sabíamos que estas no dirían nada, meros sonidos de aves extrañas e incompatibles. Y fue cuando dejé de intentar entender sus palabras cuando empecé a comprender lo que me quería decir, los gestos eran sabios y esos son los que tenía que interpretar. Yo no era Dani, pero había aprendido lo más importante; agua, fuego, hambre, gracias, adiós. Un día, desesperada por perder entre los fumadores los mecheros que había traído, le regalé uno que le sirviera para encender el fuego, pero él lo interpretó que lo hacía porque pensaba que fumaba, lo aceptó cuando comprendió mi proposito. De esa forma dispuse de alguién que tampoco fumaba pero que sí tenia encendedor, porque ni Gabi ni Dani, también madrugadores y hacedores de fuegos y leñas carecían de ese vicio y yo trataba de controlarlo, de hecho llevaba 20 años de carcelero de su prisión y... deseándolo a la vez.

Tiempo más tarde “hablé” con Gora para que estuviera siempre disponible el fogón y el butanito, para los desayunos porque curiosamente “desaparecía”. Era divertido escenificar esos deseos, él se reía y yo ¡qué remedio¡ también. Y siempre, siempre había implícita esa señal de reconocimiento y gratitud. Pronto adquirimos la familiaridad necesaria, al cruzarnos por ese gran edificio, para llamarnos por el nombre con una sonrisa como compañera de la palabra. Aunque yo pronunciaba al principio Cora y él, él algo parecido a Goncha, como si nos hubiéramos intercambiado las iniciales que al final recuperamos.
Gora era trabajador, atento, elegante y considerado aunque no le había visto rezar nunca, quizá lo haga pero yo quería creer que no. No me gustaría verlo arrodillado y con la cara en la tierra. Sí lo vi en la mezquita donde estaba el centro de fumigación luchar para que no le quitaran de las manos unas latas de refresco que el distribuía.
Una noche de restricción lumínica, y en un intento por hacer una sopa para mi dolorido estómago convaleciente, me parapeté en la cocina, con una olla de agua, que cuando empezó a hervir, despidió unos efluvios que me hicieron dudar en seguir con mi propósito o aprovechar para lavar la ropa interior, así de fuerte era el olor a lejía. Vaya caldo más curioso hubiera quedado. Pero no, pelé la zanahoria muy fina, agregué arroz, sal y un buen chorro de aceite de oliva. Era lo único que había. Gora entraba de vez en cuando y le veía sonreír a la luz de la única vela que había conseguido, al echarle miradas a mi puchero. Supongo que se preguntaría que era ese nauseabundo olor a lejía, y pensaría lo raras que eran algunas Toubabs. Volvió la luz. Cuando el arroz estaba en su punto, mejor dicho en mi punto, lo probé. Sublime, salvador, lo mejor del mundo. Se lo ofrecí a probar a Gora en la misma cuchara, él temeroso quizá de que le quisiera envenenar con algún producto químico occidental apenas lo probó, haciendo un aspaviento de repulsión. Me señalé el estómago para manifestarle que era para él, ya que yo tampoco en mi sano juicio o mejor dicho en mi sano cuerpo, me lo tomaría. Supongo que su cara de preocupación era más bien por lo que me podía pasar si me comía semejante mejunje, más que por mi estado actual.

A veces nos cruzábamos cuando él iba a regar y yo a la azotea del edificio cercano a la valla; me gustaba deambular por ese terrado sin acabar y que ofrecía magníficas vistas de la mansión vecina pero mucho mejores de todo el paisaje tan simple y bello y de las personas que iban y venían por la vía del tren en desuso o por el camino que creaban en la arena los pasos de los de los caminantes, algo difícil de conseguir si se tiene en cuenta las tormentas de arena que había y que pudimos ¿disfrutar?, sí, disfrutar, yo al menos y Manuel también. A mi me encanta que se ponga cabrona la naturaleza de vez en cuando para que no nos pongamos tan soberbios y nos baje los humos y así no le perdamos el respeto, aunque me atrevería a decir, más bien, miedo.

Cuando quedaban pocos días para irme, pensé que me gustaría dejarle algo para trasmitirle mi respeto y admiración pero no tenía nada adecuado o era demasiado femenino o tecnológico. Ya me entendéis. Pero por suerte encontré la supernavajamultiusosmarcaAcme-mami, pero me daba pena desprenderme de ella, hacía ya muchos años que la tenía y al final hasta a las cosas se les coge cariño, las impregnas de cierta alma, mientras pensaba eso y le daba vueltas y más vueltas entre los dedos y la acariciaba, me di cuenta que era perfecto para eso. La verdad había pensado también darle dinero que era un regalo sin alma pero con “mucho valor” sin lugar a dudas en ese sitio. Sí, sé que estáis pensando que hice al final. Bien, me daba vergüenza el “tema dinero”, pero seguramente sería más de agradecer y más práctico que una roñosa navaja y yo misma también lo pensaba, así que como no me decidía, cogí una hoja de cuaderno coloqué un billete bastante sustancioso encima y justo en medio, lo doblé por la mitad sobre el billete, para que no se cayera, escribí gracias en wolof, cogí la navaja la coloqué en un extremo del papel y empecé a hacerla rodar hasta que quedó envuelta en su mortaja simple y el último día se lo di y me marché precipitadamente mientras se quedaba de pie con cara de sorpresa con ese rebuño en la mano y yo le veía alejarse, no mentira yo era la que se alejaba, y él se empequeñecía en mi mirada hasta desaparecer pero en ese preciso momento en mi mente otra imagen lo reemplazó más nítida y más grande. Fue la última persona a la que miré y le dije adiós, en ese lugar.

¡Seré tonta, por Zeus¡, justo en el avión de vuelta, me asalto una duda al desenvolver los cubiertos de la servilleta y caerse el cuchillo al suelo que... ¿No os habéis dado cuenta tampoco vosotros? Seguramente Gora también desenvolvería el papel hasta encontrar la navaja y tiraría el papel -aunque pusiera "dieredief", donde había en el ultimo doblez, los "cefas". Bien, al final seguramente como tantas veces, el destino eligio por mi. ¿o quizá no? Es un final abierto, abierto a lo que queramos pensar que pudo pasar, al margen de lo que posiblemente pasó ¿Verdad Gora? Y esto es literatura no lo olvideis, no son unas memorias, tengo poca memoria así que me invento lo que no recuerdo ¿o era al revés?





13 julio 2007 11,20 7 de septiembre 2007 13, 25

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